domingo, 12 de julio de 2009

Jugando a escribir...

Esta es una historia que escribí, en inglés, hace algunos años ya. Pretendía ser el inicio de un nuevo fan-fic pero sólo resultó ser, tal vez, el epílogo de otro que acababa de terminar.

Está ambientada en la edad de piedra y enmarcada en el universo de la saga "Los Hijos de la Tierra" de Jean M. Auel. Aquellos que estén familiarizados con la saga, o al menos con los dos primeros libros "El Clan del Oso Cavernario" y "El Valle de los Caballos" podrán entenderla mejor pero, igual, acabo de traducirla y quería compartirla:


El Ultimo Invierno.

El sol descendía a lo lejos hacia el oeste sobre el solitario horizonte de la estepa, sus últimos y débiles rayos rojos apenas si calentaban la piel del increíblemente viejo anciano sentado en la gran roca al borde del precipicio; la roca era tan grande y tan fuera del lugar, que resultaba obvio que no pertenecía allí. Había tomado muchos hombres jóvenes y fuertes, con la ayuda de muchos caballos y casi una luna entera de esfuerzo comunitario, llevarla desde el fondo del estrecho valle hasta el punto más alto del acantilado. Había tomado muchas semanas de duro trabajo por muchos de los mejores picapedreros tallar en ella dos asientos espalda con espalda, uno mirando hacia el este, hacia el valle, el otro hacia el oeste, hacia el sol poniente. Tanto trabajo desperdiciado en algo de tan poca utilidad; pero había sido una obra de amor y el anciano lo sabía. Podía sentir el amor de su pueblo en cada adolorido hueso de su viejo cuerpo y en cada pequeña parte de su increíblemente arrugada piel, en cada bocado de comida que comía y hasta en el mismo aire que respiraba. Podía sentirlo en la lujosa ropa que vestía y en los delicados instrumentos utilizaba, todo ello hecho para él por su pueblo, pero sobre todo, podía sentirlo en la manera en que lo veneraban y lo engreían.

Agradeciendo a Ursus por su vista, razonablemente buena para su edad, el anciano observó cómo el enorme y rojo sol poniente tocaba el horizonte y tomó nota del lugar exacto donde lo hacía, tal como lo había hecho cada día desde que llegó a este valle hacía ya tantos años. Ninguno de los amigos y familiares que habían llegado con él al valle vivía ya, ni siquiera sus propios hijos e hijas que nacieron allí. Él era el último de los viejos padres, un espíritu vivo, una leyenda en todas las regiones vecinas, el más sagrado de los hombres vivientes. Pero él no pensaba en sí mismo de esa manera, él se veía tan sólo como un anciano que había vivido más de lo que le correspondía y que, ahora, sólo esperaba que Ursus viniera para llevarlo de regreso al seno de la Gran Madre Tierra, al mundo de los espíritus donde su querida esposa e hijos esperaban por él, donde finalmente él, después de todos estos años, volvería a ver a su madre.

* * * * * * *

Marc vio encenderse las antorchas en lo alto del acantilado y volteó a mirar a Deena, parada a su lado.

- “Ya no se le debería permitir subir hasta allá,” dijo un muy preocupado líder, “es demasiado viejo. Podría caerse bajando del acantilado y cruzar el río tan tarde no puede ser bueno para su salud.”

- “No hay nada que podamos hacer al respecto,” contradijo su hermana melliza y co-líder, “él hace lo que quiere, cuando quiere, y simplemente porque quiere, nosotros sólo podemos ayudarlo y cuidarlo; yo no me atrevería a decirle qué hacer, mucho menos qué no hacer. Además, de todos modos él no se va a mojar; Borc y Luna lo llevarán cargado acantilado abajo, a través del río y todo el camino hasta la Cueva Sagrada.”

- “Tampoco debería vivir en esa fría cueva,” insistió Marc, “Debería bajar a la casa, al menos en invierno. Algunos días en pleno invierno es imposible alcanzar la cueva. ¿Qué tal si se enferma y necesita ayuda? ¿Qué haremos si muere?”

- “Él no morirá, mi querido hermano, ha sobrevivido a todos los líderes antes de nosotros y nos sobrevivirá también. Es el hijo de la Gran Madre Tierra, nacido del espíritu de Ursus, él vivirá para siempre.”

Los dos líderes de los Durkenai observaron mientras la minúscula luz oscilante de las antorchas comenzaba a moverse, lo que significaba que su Viejo Padre y sus dos acólitos habían comenzado el descenso hacia el valle en su camino a la pequeña cueva en lo alto de la rivera opuesta, e intentaron controlar sus preocupaciones. La idea de perder a su líder espiritual había atormentado a Marc desde el mismo día de la ceremonia que hizo, de él y su hermana gemela, los líderes de la más importante comunidad esotérica de la región.

Pero debía ahuyentar los malos pensamientos, necesitaba que su mente estuviera clara y descansada. Pronto el Viejo Padre anunciaría el final del otoño y él tendría que presidir, junto con su hermana melliza, una semana entera de ceremonias relacionadas al inicio del invierno. Dos jóvenes futuros brujos mamutoi, uno sungaea, uno sabanii y dos mog-urs pasarían el invierno con ellos. Había también dos parejas hermano-hermana mamutoi, así como otros dos sabanii y un joven sungaea; todos ellos futuros líderes de sus tribus. Ninguno de esos jóvenes volvería con su pueblo sino hasta después del festival de la primavera. En esos tiempos, ningún brujo recibía la responsabilidad de los asuntos espirituales de su pueblo antes de someterse a un año completo de entrenamiento en el Valle Sagrado. Y ningún líder podría esperar jamás presidir el consejo de hermanos, o de hermanas, o de ancianos, a menos que su entrenamiento hubiera incluido pasar un año completo con los Durkenai.

* * * * * * *

El sol desapareció y el anciano se levantó para volver a su hogar en la Cueva Sagrada. Los dos jóvenes que siempre lo acompañaban, llevando cada uno una antorcha para alumbrar su camino, lo tomaron rápidamente por ambos brazos, ayudándolo a levantarse y guiándolo por el estrecho sendero acantilado abajo. Momentos antes de comenzar el descenso, el Viejo Padre se detuvo y se volteó para oler el aire. Estaban al final del otoño y el viento olía a nieve; el invierno, con sus pesadas nevadas y fuertes vientos, estaría estableciéndose pronto en el territorio de los Durkenai del Valle Sagrado de los Caballos y el Viejo Padre Durc sabía que, para él, este habría de ser el último.