viernes, 24 de diciembre de 2010

El Octavo Día.

Estaba pensando en qué compartir con ustedes, si acaso hay aún algún ustedes con quien compartir, pero nada parecía poder expresar lo que pienso y lo que siento justo ahora.
Desde hace semajas, sin embargo, ya meses en realidad, me he estado refugiando en la soledad de la lectura que es, a veces, la mejor compañia y, a veces, la única que se tolera. Así, estuve releyendo mis carpetas de correo, mis viejos posts en antiguos foros, los libros de mi biblioteca, los libros que al no hallar espacio en ella terminaron en el encierro de una caja de cartón... y caí de casualidad en este cuento que no leía desde niño y que, ya desde entonces, fue una de las llaves que abrieron mi mente al cuestionamiento de todo lo que acostumbramos a aceptar como cierto y al entendimiento de que, ser lo que somos, tiene consecuencias y que esas consecuencias debemos asumirlas nos gusten o no.
Este no es un cuento, no es una parábola, no es un pronunciamiento, ni siquiera es pese a las apariencias una historia de ciencia ficción (género favorito de su autor). Es, como su mismo autor lo describió en alguna oportunidad, tan sólo una alegoría. Espero no infringir gravemente ningún derecho de autor al compartirla aquí contigo.
Si acaso la lees, comparte por favor conmigo los sentimientos que te evoca.
El canto del crepusculo
Lester del Rey
Cuando alcanzó la superficie del pequeño planeta, incluso las heces de su poder se habían agotado. Ahora descansaba, extrayendo reluctantemente y con lentitud un poco de fuerza del amarillo sol que brillaba en los verdes prados a su alrededor. Sus sentidos estaban debilitados por un cansancio definitivo, pero el miedo que había aprendido de los Usurpadores lo empujaba en busca de algún nuevo atisbo de refugio. Se dio cuenta de que era un mundo pacífico, y ese descubrimiento avivó su miedo. En sus días jóvenes había apreciado una multitud de mundos donde el juego del flujo y el reflujo de la vida podía ser jugado hasta el fondo. Era entonces un universo lleno de vitalidad por donde vagabundear. Pero los Usurpadores no soportaban los rivales en su propia ilimitada avidez. La paz y el orden que reinaban en aquel lugar significaban que aquel mundo les había pertenecido.

Los buscó vacilante mientras un leve soplo de energía fluía dentro de él. No había ninguno allí en aquel momento. Hubiera podido captar inmediatamente la presión de su cercana presencia, y no había el menor rastro de ello. Las lisas y herbosas extensiones se abrían ante él en interminables praderas y campos hasta las distantes colinas. Había estructuras de mármol en la lejanía, de blancura resplandeciente al sol del atardecer, pero estaban vacías; su desconocida finalidad había sido alterada hasta convertirse en un simple decorado sobre aquel planeta ahora abandonado.

Su atención regresó; cruzó un riachuelo hasta el otro lado del amplio valle. Allí descubrió el jardín. Rodeado por un muro bajo, sus kilómetros y kilómetros de extensión estaban llenos de bosques dispuestos aparentemente como una reserva. Pudo sentir la agitación de vida animal de apreciable tamaño entre las ramas y a lo largo de los senderos sinuosos. Faltaba el alborotado vigor de toda auténtica vida, pero su abundancia podía ser suficiente para enmascarar su propio vestigio de fuerza vital en caso de búsqueda profunda. Al menos era un refugio mejor que esta pradera descubierta; deseaba dirigirse hacia allí, pero el peligro de traicionarse con su movimiento lo mantuvo inmóvil donde estaba.

Había pensado que su anterior escapatoria estaba asegurada, mas estaba aprendiendo que incluso él podía equivocarse. Aguardó mientras buscaba una vez más indicios de una trampa de los Usurpadores. Había aprendido la paciencia en la prisión que los Usurpadores habían diseñado para él en el centro de la galaxia. Había reunido furtivamente sus energías mientras preparaba su evasión en torno a la repugnancia de los otros en tomar la decisión final.

Luego se había proyectado fuera en una trayectoria que hubiera debido llevarle hasta mucho más allá de los límites de su dominio en el universo. Y había descubierto su fracaso antes incluso de haber podido recorrer la distancia hasta el extremo de aquel brazo en espiral de una fortaleza galáctica. Sus redes de detección estaban por todas partes, al parecer. Sus grandes líneas de captación de energía formaban una red demasiado fina para ser cruzada. Las estrellas y los mundos estaban unidos entre sí, y sólo una serie de milagros le habían permitido llegar hasta tan lejos. Y ahora su pérdida de energía hada que la prosecución de tales milagros estuviera fuera de su alcance. Desde que casi habían fracasado en atraparle y secuestrarle, habían aprendido demasiado.

Ahora buscaba delicadamente, temeroso de activar alguna alarma, pero más temeroso aún de no detectar su existencia. Desde el espacio, aquel mundo había ofrecido la única esperanza en su aparente inmunidad a sus redes. Sin embargo, entonces sólo había dispuesto de microsegundos para comprobarlo. Finalmente, hizo regresar a sus percepciones. No podía captar la menor evidencia de sus cebos y sus detectores allí. Había empezado a sospechar que ni siquiera sus mayores esfuerzos iban a ser suficientes ahora, pero no podía hacer más. Lentamente al principio, y luego en una repentina acometida, se proyectó hacia el laberinto del parque. Nada procedente de los cielos le golpeó. Nada surgió del centro del planeta para detenerle. No hubo ninguna interrupción en el susurro de las hojas y el canto de los pájaros. Los sonidos animales continuaron. Nada pareció consciente de su presencia en el jardín. En un tiempo eso hubiera sido impensable en sí mismo, pero ahora extrajo de ello algo de alivio.

En aquel momento no debía ser más que una sombra, ilocalizado e ilocalizable a su paso. Algo avanzó sendero abajo hacia donde descansaba, haciendo resonar ligeramente sus cascos, que apenas rozaban la alfombra de hojas muertas. Alguna otra cosa saltó rápidamente por entre la maleza del borde del camino. Dejó que su atención se fijara en ellas cuando ambas salieron al sendero juntas. Y un frío horror lo rodeó. Una era un conejo, que en aquel momento mordisqueaba las hojas de trébol que allí había mientras agitaba sus largas orejas y avanzaba su rosado hocico. El otro era un joven venado, llevando aún las manchas de cervatillo. Cualquiera de ellos hubiera podido ser hallado en cualquiera de miles de mundos. Pero ninguno habría sido exactamente del tipo que tenía ante él.

Aquel era el Mundo del Encuentro..., el planeta donde había descubierto por primera vez a los antepasados de los Usurpadores. ¡De todos los mundos en la apestada galaxia, había tenido que ir a buscar aquél como refugio! En los lejanos días en que él poseía toda su gloria eran meros salvajes, confinados en aquel único mundo, procreando y siguiendo su camino hacia la legítima autodestrucción de todos los salvajes como ellos.

Y sin embargo había algo extraño en ellos, algo que entonces llamó su atención y despertó incluso una vaga piedad. Debido a esa piedad, había tomado a unos pocos de ellos y los había conducido hacia la elevación. Hasta había alimentado poéticos sueños de hacer de ellos sus compañeros y sus iguales, puesto que las expectativas de vida de su sol estaban tocando a su fin. Había respondido a sus gritos de socorro y les había proporcionado al menos algo de lo que necesitaban para dar sus primeros pasos hacia la dominación del espacio y la energía. Y le habían recompensado con un orgullo arrogante que negaba incluso el menor rastro de gratitud.

Finalmente, los había abandonado a su propio salvaje fin y se había marchado a otros mundos, para realizar proyectos más amplios y ambiciosos. Aquélla había sido su segunda locura. Habían avanzado ya demasiado en su camino hacia el descubrimiento de las leyes que controlan el universo. De un modo u otro, incluso evitaron su propia autodestrucción. Tomaron los mundos de su sol y los lanzaron hacia delante, hasta que pudieron competir con él por los mundos que él había hecho suyos. Ahora los poseían todos, y él no tenía más que aquel minúsculo lugar allí en el mundo de ellos..., por un cierto tiempo al menos.

El horror de constatar que aquél era el Mundo del Encuentro menguó un poco al recordar con qué facilidad sus crecientes hordas poseían y abandonaban mundos sin ninguna razón aparente. Y de nuevo sus comprobaciones le demostraron que no había ninguna evidencia de ellos allí. Empezó a relajarse de nuevo, sintiendo una súbita esperanza en lo que había sido temporalmente desesperación. Con toda seguridad, ellos también pensarían que aquél era el único planeta donde él jamás iría a buscar refugio.

Apartó a un lado sus temores y empezó a dirigir sus pensamientos hacia el único camino que podía ofrecerle esperanzas. Necesitaba energía, y la energía era algo disponible en cualquier lugar no tocado por las redes de los Usurpadores. Había sido drenada al espacio durante eones, una dilapidación de energía que podía hacer estallar soles o crearlos en legiones.

Era energía para escapar, quizás incluso para prepararse finalmente a enfrentarse con ellos con ciertas posibilidades de obligarles a una tregua, si no de conseguir una victoria. Si podía conseguir unas pocas horas sin ser detectado, podría atraer y retener aquella energía para sus necesidades. ¡Empezaba a tenderse para alcanzarla cuando el cielo retumbó y el sol pareció oscurecerse por un momento! El miedo que anidaba en él asomó a la superficie y lo envió a ocultarse lejos de la visión del cielo antes de poder controlarlo.

Pero por un breve momento hubo aún un rastro de esperanza en él. Podía tratarse de un fenómeno causado por su propia necesidad de energía; quizás había empezado a atraer la energía demasiado intensamente, demasiado ávido de fuerza. Luego el suelo se agitó, y entonces supo. No había engañado a los Usurpadores. Sabían que estaba allí...; nunca lo habían perdido. Y le habían seguido con toda su enorme falta de sutileza.

Una de sus naves exploradoras había aterrizado, y el explorador vendría a buscarlo. Luchó por controlarse, y lo consiguió lo suficiente como para hacer que su miedo penetrara en lo más profundo de él. Luego, con un cuidado que no agitó ni una brizna de hierba ni una hoja sobre una ramita, empezó a retroceder, buscando las densas espesuras del centro del jardín, allí donde la vida era más intensa. Con aquello para protegerle, podría al menos absorber un débil hilillo de energía, la fuerza suficiente para rodearse de una sutil aura animal que le permitiera ocultarse entre las bestias. Algunos exploradores de los Usurpadores eran jóvenes e inmaduros. Si era uno de ellos podría engañarlo y tal vez se fuera. Luego, antes de que su informe llegara a los demás, podría tener una oportunidad... Supo que aquel pensamiento no era más que un deseo, no un plan, pero se aferró a él mientras se cobijaba entre la espesura en el centro del jardín. Y entonces incluso ese deseo le fue arrebatado.

El sonido de pasos era firme y seguro. Se oía el crujir de ramas rompiéndose mientras los pasos se acercaban, sin la menor desviación de la línea recta. Inexorablemente, cada firme zancada llevaba al Usurpador más cerca del lugar donde se había ocultado. Ahora había un débil resplandor en el aire, y los animales escapaban en todas direcciones llenos de terror. Sintió los ojos del Usurpador sobre él, y se obligó a apartarse de aquel conocimiento.

Y como el miedo, descubrió que había aprendido la plegaria de los Usurpadores; rezó desesperadamente a la nada que conocía, y no hubo respuesta.

—¡Sal! Este suelo es un lugar sagrado y tú no puedes permanecer en él. Hemos emitido nuestro juicio y se ha preparado un lugar para ti. ¡Sal y déjame llevarte hasta allí!

La voz era suave, pero tenía una fuerza que congeló incluso el susurrar de las hojas. Dejó que la mirada del Usurpador lo alcanzara finalmente, y la plegaria en él era muda y dirigida hacia fuera...; y sin esperanzas, como sabía que debía ser.

—Pero... —Las palabras eran inútiles, mas la amargura en su interior obligó a las palabras a brotar fuera de él—.

—Pero ¿por qué? ¡Yo Soy Dios!

Por un momento, algo parecido a la tristeza y a la piedad asomó a los ojos del Usurpador. Luego desapareció, mientras llegaba la respuesta.

—Lo sé. Pero yo soy el Hombre. ¡Ven!

Finalmente asintió, en silencio, y le siguió despacio, mientras el amarillo sol se ocultaba tras los muros del jardín.

Y aquéllos fueron el crepúsculo y la mañana del octavo día......

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